Santiago, una ciudad que no logra recuperar su vida nocturna tras el estallido social y la pandemia, marcada hoy por el temor a la delincuencia amplificado por los medios, parece haber perdido también su capacidad de asombro cultural. La misma capital que expulsó a Lollapalooza del parque O’Higgins por considerarlo invasivo —aunque mantiene intactas sus ruidosas y humeantes fondas— recibió con tibieza a uno de los artistas más influyentes de la cultura global del último siglo.

Anoche, en el Estadio Monumental, lejos de estallar en júbilo, el público chileno reaccionó con una indiferencia sorprendente ante la quinta visita de Paul McCartney, líder de The Beatles y figura crucial de la historia del pop. A sus 82 años, el británico ofreció un concierto de casi tres horas, pero la respuesta estuvo lejos del fervor que suelen provocar visitas más frecuentes de artistas como Fito Páez, Andrés Calamaro o Vicentico.

Podría culparse al frío de la noche primaveral, pero la verdad es más incómoda: la relación de Chile con los íconos fundacionales del rock sigue siendo, en el mejor de los casos, tibia. Ya en 2016, The Rolling Stones no logró repetir el entusiasmo de su primera visita, y en 2017 The Who tuvo que resignarse a ser telonero de Guns N’ Roses, luego de que un intento de presentarlos solos en el Estadio Nacional se cancelara por baja demanda.

El espectáculo de McCartney, impecable en su producción, desplegó todo lo esperable de una megaestrella: luces, fuegos de artificio, una banda sólida y un repertorio extenso. El setlist, de 37 canciones, equilibró con maestría los grandes clásicos de su etapa con The Beatles —como Can’t Buy Me Love, que abrió la noche—, las joyas de Wings (Let Me Roll It, Jet, Live and Let Die) y su carrera solista, con piezas como Maybe I’m Amazed. Sólo My Valentine, dedicada a su esposa Nancy Shevell, se sintió como un momento prescindible.

El foco, sin duda, estuvo puesto en su legado beatle. McCartney priorizó su etapa con el cuarteto de Liverpool con 21 canciones, inclinándose hacia la segunda fase creativa del grupo. Temas como Getting Better y Being for the Benefit of Mr. Kite! —no precisamente los más populares del Sgt. Pepper’s— emocionaron especialmente a los fanáticos más conocedores.

Su actual banda, la más estable de su carrera, cumple sin sobresalir. La excepción es el baterista Abe Laboriel Jr., cuyo carisma y talento elevan el nivel sin acaparar protagonismo. La sección de bronces The Hot City Horns aportó energía, especialmente desde su aparición en Got to Get You Into My Life, del álbum Revolver.

La voz de McCartney, aunque marcada por los años, sigue siendo notable. En canciones exigentes como Birthday, Helter Skelter y I’ve Got a Feeling —esta última convertida en un dueto póstumo con las tomas de Lennon en la azotea de Apple—, brilló con fuerza. En otras, como Blackbird, la fragilidad se hizo notar, pero no deslució.

Pese a todos los elementos del show —animaciones, recuerdos cinematográficos, lenguaje local, pirotecnia y un cierre apoteósico con Hey Jude, láseres y fuegos artificiales—, la conexión emocional con el público nunca alcanzó su clímax. El vitoreo fue respetuoso, pero no unánime. Las ovaciones fueron correctas, pero no inolvidables.

Curiosamente, fueron los sectores más económicos del estadio los que demostraron mayor entusiasmo, aunque sin contagiar al resto del recinto. Una parte del público incluso abandonó el lugar antes del bis final, que incluyó un homenaje a The Beatles bajo un cielo iluminado.

En suma, McCartney ofreció mucho más que un recital: brindó una clase magistral de historia viva del rock. Pero Santiago, una ciudad que parece haber olvidado cómo celebrar la música en su forma más legendaria, no supo estar a la altura.

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