Un análisis detallado del último reporte del Observatorio del Envejecimiento UC-Confuturo, titulado “Soledad No Deseada y Aislamiento Social en la Vejez: Prevalencia, Factores de Riesgo y Estrategias de Acción”, revela un panorama crítico sobre el bienestar psicosocial de los adultos mayores en Chile. Las cifras no son solo estadísticas, sino el reflejo de una problemática estructural que demanda una lectura profunda.
El estudio establece una distinción conceptual crucial para comprender la magnitud del fenómeno: por un lado, la soledad no deseada como una percepción subjetiva de discrepancia entre las relaciones sociales deseadas y las reales; y por otro, el aislamiento social como una condición objetiva de carencia de redes de apoyo y contacto significativo. Esta diferenciación es fundamental, ya que sus impactos son diferenciados: la primera afecta predominantemente la salud mental y el bienestar emocional, mientras que el segundo se correlaciona con consecuencias físicas y sociales tangibles.
Los datos son elocuentes y exponen la dualidad de esta crisis. Cerca de 49,2% de los adultos mayores chilenos experimenta soledad no deseada, mientras que un 55,5% se encuentra en alto riesgo de aislamiento social. La intersección más alarmante se manifiesta en que un 30,7% de esta población sufre ambos flagelos de manera simultánea, una condición que agrava exponencialmente su vulnerabilidad. Un indicador particularmente revelador de la fragilidad de las redes de soporte es que un 28% de las personas mayores reporta contar con solo una o dos personas cercanas en su entorno, situándolas al borde de un aislamiento crítico.
La gravedad de esta situación trasciende lo psicosocial para convertirse en una cuestión de salud pública. Tanto la soledad como el aislamiento han sido identificados por la comunidad médica internacional como factores de riesgo significativos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) cuantifica este impacto, señalando que aumentan el riesgo de demencia en un 50%, el de enfermedades cardiovasculares o infartos en un 30% y el de mortalidad prematura en un 25%.
Si bien la soledad no es un fenómeno exclusivo de la vejez, como lo demuestran los datos de la Encuesta de Bienestar Social 2023 del Ministerio de Desarrollo Social y Familia (donde un 10,7% de las personas entre 45 y 59 años reporta sentirse siempre o casi siempre sola), el aislamiento social sí se intensifica y cronifica con el avance de la edad. El informe del Observatorio evidencia que el aislamiento alcanza su punto máximo en el grupo etario de 80 años y más, con una prevalencia 14 puntos porcentuales mayor que en el grupo de 60 a 69 años.
Finalmente, el análisis desagregado revela una profunda desigualdad estructural. El riesgo de aislamiento no se distribuye de manera homogénea, sino que está marcado por el nivel educativo. Las personas con enseñanza básica completa presentan un riesgo 11 puntos mayor que quienes tienen educación media y 23 puntos mayor que quienes alcanzaron la educación superior. Esta brecha subraya que la lucha contra el aislamiento en la vejez es también una deuda de equidad social, requiriendo políticas públicas que aborden no solo los síntomas, sino los determinantes socioeconómicos que los originan.

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