En miles de hogares, las abuelas son el pilar que permite la conciliación familiar. Sin embargo, detrás de esta imagen de matriarca activa y necesitada, se esconde una paradoja: muchas de estas mujeres experimentan una profunda soledad emocional y sienten el peso del abandono por parte del sistema, incluso mientras son el sostén de sus familias.
«Me paso el día cuidando a mis dos nietos porque mis hijos trabajan. Estoy agotada, pero si digo que no, les fallo. Luego, cuando se van, esta casa se queda en un silencio que duele. Mis hijos están tan ocupados que apenas tenemos una conversación de adultas», comparte Teresa, de 72 años. Su historia se repite: la dedicación absoluta al rol de cuidadora enmascara sus propias necesidades de compañía y atención.
Desde la gerontología, se alerta de un «abandono enmascarado». La familia asume que, por estar «integrada» en la dinámica diaria, la abuela está acompañada y satisfecha. Pero este acompañamiento es funcional, no emocional. «Se valora su utilidad, pero no se escucha su cansancio, sus duelos o sus anhelos. Es una soledad en medio del ajetreo», afirma la trabajadora social Elena Vargas.
Este desgaste tiene un claro componente de género. Son abrumadoramente las mujeres mayores quienes asumen este rol de cuidado intergeneracional, a menudo sin remuneración y a costa de postergar sus proyectos, descuidar su salud o renunciar a su vida social. El agradecimiento, cuando llega, no es suficiente para llenar el vacío que deja una vida dedicada a otros.
Reconocer este problema implica, primero, visibilizar la doble carga de las abuelas cuidadoras. Se requieren políticas de respiro familiar que no recarguen aún más sobre ellas, y crear espacios donde puedan hablar de sí mismas, más allá de su rol familiar. Porque una sociedad que las usa como colchón de sus crisis, pero no las ve en su individualidad, las está abandonando lentamente.
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